Brian Tack

Siempre hemos tenido la concepción que la constitución es la norma jurídica de mayor jerarquía, que es superior a todas las normas de menor rango, verbigracia, las leyes orgánicas, leyes ordinarias, decretos ley, reglamentos, sentencias etc., esta tesis se nos confirmaba en la emblemática pirámide de Kelsen que establecía a la constitución como norma suprema fundamental de un Estado; sin embargo, ha surgido un cambio de paradigma en el panorama internacional, la constitución ya no es la norma de mayor jerarquía jurídica, sino que lo es el Pacto de San José de Costa Rica, entendida como la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

El Pacto de San José de Costa Rica cimenta la bases para un mecanismo de control cuando en los artículos 1 y 2, establece a los Estados suscritos a la convención una serie de responsabilidades que deben acatar e incluir en sus respectivas jurisprudencias. El artículo primero establece que los Estados adherentes deben respetar los derechos instaurados en la Convención, además añade que los Estados deben garantizar estos derechos. El articulo segundo obliga a los Estados firmantes del Pacto adoptar “disposiciones legislativas o de otro carácter”.

El control de convencionalidad como instrumento jurisprudencial, germinó por primera vez en una sentencia pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Almonacid Arellano y otros vs Gobierno de Chile”, la Corte en esta sentencia dentro del marco positivo de la Convención Americana de Derechos Humanos, incitó a los jueces nacionales a practicar “el control de convencionalidad”.

Por lo tanto, ya habiendo aclarado el trasfondo histórico y los precedentes jurídicos del control de convencionalidad, cabe ahora enmarcar su definición de la forma más comprensible posible.

El control de convencionalidad es una regla general de derecho positivo, es un mecanismo jurisprudencial que establece un examen de compatibilidad entre las normas nacionales y el marco jurídico de la Convención Americana de Derechos Humanos. El control de convencionalidad es producto de una evolución jurisprudencial, es decir, ha germinado y se ha desarrollado en una serie de sentencias no homogaméticas pronunciadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sentencias que tienen carácter vinculante a los Estados suscritos a la Convención, formándose una especie de ius commune internacional, algo de que los Estados con derecho continental no estamos acostumbrados ya que las sentencias mutantes son algo propio del sistema anglosajón.

El control de convencionalidad se sustenta en tres principios fundamentales: el principio de buena fe, todos los Estados adoptan de buena fe las disposiciones en el Pacto; el principio pact sunt servanda, todos los Estados suscritos están obligados a cumplir las disposiciones encontradas en el tratado, y el principio de efecto útil, el Estado que se suscribe a un tratado debe modificar su marco jurídico interno para amoldarse a los lineamientos escritos del tratado firmado.

Por lo que toda norma de derecho interno sea constitucional o infra constitucional, que violente algunas de las disposiciones encontradas en la Convención, sería nula, es decir, toda norma “inconvencional” será nulificada erga omnes.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha incitado a todos los jueces nacionales a aplicar el control de convencionalidad, y no solo incita a los jueces, sino a los órganos del Estado que tengan que ver con la administración de la Justicia.

El control de convencionalidad cambia de forma radical el panorama del derecho nacional, ya que la constitución ya no es la norma de mayor jerarquía, sino como curiosamente predijo Kelsen, que la norma hipotética fundamental se sitúa en el Derecho Internacional y no en el ámbito nacional.

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